5 de enero de 2013

Mi robo hormiga cafetalero

Todos los días de trabajo, como a la una de la tarde, voy al Starbucks que queda cerca de la oficina. Ya saben mi pedido a la perfección, un café del día grande, 26 pesos, sin espacio para leche ni nada por el estilo; lo cual no impide que siempre me pregunten si deseo algo más, si no quiero probar equis o ye. Siempre respondo que no gracias. Cuesta 10 pesos más que el café del Oxxo pero la calidad es infinitamente superior, y no soy promotor de la marca ni quiero venderle a nadie.

Siempre tomo mi café, me voy a la mesita donde está el azucar, le vierto dos sobrecitos de mascabado, y me guardo tres más en el bolsillo. Siempre busco un lugar, y me siento a leer unas dos o tres páginas del libro de turno (en este momento, disfruto enormemente con "Le Ton Beau de Marot"). Siempre al concluir mi lectura me levanto sin haberle dado ni un sorbo a mi café porque no me gusta hirviendo, y me voy a la oficina donde me instalo a trabajar y ahí sí, me pongo a sorber poco a poco mi bebida ya para entonces tibia. Siempre saco de mi bolsillo el ticket para luego, ya que tenga bastantes tickets, solicitar las facturas electrónicas, y meto los sobrecitos "extra" de mascabado en mi cajón y le cierro con llave.

Los sobrecitos son sagrados, tanto así que cuando he bebido de otro café preparado en la oficina busco azucar qué echarle para no tocar mi guardadito. Es extraño, porque originalmente el pensamiento fue llevarme el mascabado para echarle a los cafés del trabajo, pero el montoncito fue creciendo, y creciendo, y creciendo, y ahora tengo como sesenta y no he usado ninguno, nunca. Creo que el impulso es de llevarme algo más por mis 26 pesos, y los endulzantes son como mis micro-trofeos. En realidad no despojo de mucho al Starbucks, que seguramente tiene calculados hasta 10 sobrecitos por café, pero hace no mucho al abrir mi cajón y ver el creciente montecito sentí una (ahora ya no tan) secreta satisfacción.

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