Hace pocos días, mi amiga de la infancia, Mariana Grajales (sí, la misma que me regaló Le Ton Beau de Marot), compartió en Facebook un artículo de The Wall Street Journal, de una escritora llamada Pamela Druckerman. Es sobre la crianza de los niños, y porqué los papás franceses obtienen mejores resultados que los papás gringos. Ojo, no pedí autorización para publicar la traducción por lo que probablemente me censuren; así que aquellos que lo lean, porfavor copienlo y peguenlo en otro blog, o sitio web, para que pase lo que pase, el contenido siga estando disponible. De cualquier modo pediré permiso, pero en lo que me lo dan o me lo niegan, estará publicado el texto. No estaría mal mandarle la traducción y cotizarle mis servicios para traducir el libro completo ahora que salga a la venta en los E.U.
En fin, a continuación el primer fragmento del texto Why French Parents Are Superior de Pamela Druckerman.
Cuando mi hija tenía 18 meses de edad, mi esposo y yo decidimos llevarla a unas pequeñas vacaciones de verano. Elegimos un pueblo costero que está a unas pocas horas de París, donde residíamos en ese entonces(yo soy americana, él es británico), y reservamos un cuarto de hotel con cuna. Habichuela, como la llamamos, era nuestra única hija en ese momento, así que perdónennos por pensar: ¿qué tan difícil podría ser?
Desayunábamos en el hotel, pero tuvimos que comer y cenar en los pequeños restaurantes de mariscos al rededor del viejo puerto. Descubrimos rápidamente que tener dos comidas en restaurante al día con una pequeña, ameritaba convertirse en un círculo infernal.
Habichuela se interesaba brevemente en la comida, pero a los pocos minutos estaba vaciando los saleros y abriendo paquetes de azúcar. Entonces exigía ser sacada de su silla para poder precipitarse por todo el restaurante y arrojarse peligrosamente hacia los muelles.
Nuestra estrategia era acabarnos la comida rápido. Ordenábamos mientras estábamos sentados, luego le rogábamos al mesero que corriera con algo de pan y que nos trajera nuestras entradas y platos principales al mismo tiempo. Mientras mi esposo comía algunos trozos de pescado, yo me aseguraba de que Habichuela no fuera pateada por un mesero ni se cayera al mar. Entonces nos relevábamos. Dejábamos enormes propinas para disculparnos y compensar por el radio de servilletas despedazadas y calamares al rededor de nuestra mesa.
Después de algunas visitas horrendas más a restaurantes, empecé a notar que las familias francesas a nuestro rededor no se veían como si estuvieran compartiendo nuestra agonía gastronómica. Extrañamente, se veían como de vacaciones. Los bebés franceses estaban sentados contentos en sus sillas, esperando su comida, o comiéndose el pescado y hasta los vegetales. No había chillidos ni quejas. Y no había escombros al rededor de sus mesas.
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