Loana suele tomar cada día tres biberones con leche de ocho onzas cada uno, el primero al despertar (el cual exige enérgicamente), el segundo se lo toma unas tres o cuatro horas después de la comida, y el último poco antes de dormir. Para el último esperamos a que sea evidente su sueño y se esté tallando los ojitos e incluso esté ligeramente de malas, con lo que casi siempre queda profundamente dormida con su biberón nocturno. Para el de la tarde la cosa es bastante flexible, dependiendo de si comió bien o no, recibe su biberón con más o menos ansias, pero normalmente reacciona hasta que lo tiene enfrente. Pero en las mañanas, loana solicita-implora-ruega-exige su biberón matutino. En la fase 1 empieza quejándose levemente, a los 15 segundos (y eso cuando es paciente) empieza la fase 2: le sube el volumen a sus quejidos, y si pasan otros 10 segundos y su pedido no le ha sido entregado da inicio la fase 3: empieza a llorar y a enojarse in-crescendo hasta la locura (para su mamá y para mí, of course). Tal vez ese tipo de comportamiento es mi culpa, porque por lo general no dejo que llegue a la fase 2. Pero, ¿cómo logro proveer ese primer biberón tan expeditamente? Es gracias a una logística ya refinadísima: en primer lugar hay que dejar la cantidad exacta de leche en polvo lista desde la noche anterior; en segundo lugar hay que calentar el agua en tiempo record (25 segundos en el microhondas), en tercer lugar, y este es un paso importantísimo, hay que levantarse a preparar el biberón al menos un minuto antes de que Loana despierte exigiéndolo. Para este último paso, curiosamente, me ha sucedido que tengo una coordinación semi-perfecta con mi hija: siempre que me despierto en las mañanas voy a la cocina y pongo a calentar el agua, vacío la leche, y en lo que voy hacia la habitación donde está mi pequeña, agitando el contenido del biberón, escucho los quejidos de la fase 1, y casi siempre llego justo antes de que de inicio la fase 2.
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