Ya éramos incontables, vivíamos al rededor de un gran lago en el que muchos nadábamos y pescábamos, estaba rodeado de un tupido bosque de árboles frutales lo que nos daba de qué comer a todos; nuestra lengua se había hecho grande, había crecido, y los viejos ya no recordaban a los sabios que les habían enseñado a cuidarla y preservarla, y mucho menos a los que antes les habían enseñado a sus maestros. Cada vez que alguno de nosotros encontraba alguna cosa que no sabíamos cómo se llamaba, la llevábamos con los ancianos. Ellos deliberaban. Casi siempre dos o tres decían una palabra al mismo tiempo, lo que quería decir que ese objeto ya existía en nuestro acervo. A veces se quedaban todos callados, se rascaban la cabeza, se miraban unos a otros, y luego se metían a la choza del lenguaje y buscaban algún dibujo que se pareciera al hallazgo; a veces pasaban días, a veces pasaban semanas, y los abuelos no encontraban rastro del objeto entre sus registros, otras veces alguno de ellos creía haber visto ese algo en las cuevas de los antiguos, y se iba de viaje a buscar la referencia. Cuando regresaba, normalmente podía nombrar lo que hasta ese día había permanecido innombrado, o bien se encogía de hombros, y mostraba las palmas de las manos en señal de no tener nada en su poder, y se abría el concurso. Todos podíamos proponer un nombre. En realidad lo hacíamos tan sólo unos cuantos, pero los que lo hacíamos estudiábamos con mucho esmero el objeto al que había que nombrar. Pensábamos en a lo que se parecía, en sus partes, en su tamaño y peso, etcétera. Al final proponíamos los nombres, la gente votaba por el que más les gustara, y se elegía uno. Nuestra lengua era una gran torre que nos llenaba de orgullo, todos contribuíamos y la usábamos.
Un día, uno de los más jóvenes en proponer nombres, se enojó porque era la décima vez al hilo que perdía en las elecciones. Ninguna de sus palabras habían sido adoptadas por la comunidad. Era un tipo original y sus nombres no eran tan malos, pero los viejos tenían predilección por lo que sonaba antiguo; no por lo nuevo. Entonces empezó la desgracia, el joven se ofendió, y empezó a usar su propia palabra en lugar de la que había sido elegida. Al poco rato toda una sección del lago usaba su palabra, no sabemos a qué se debió esa rebeldía, poco después otro de los que proponían nombres también se ofendió por el rechazo a su palabra y empezó a usarla en protesta, y así, poco a poco se fueron haciendo clanes separados, antes hablaban un solo idioma, ahora cada parte tenía su propio modo de hablar diferente del vecino. No que no supieran la lengua inicial, si hubieran querido se habrían podido hablar, pero ya no había remedio, se habían agarrado tirria y se había roto la convivencia. En un par de generaciones, y tras unas cuantas guerras, ya sólo quedaban las ruinas de nuestro antes tan perfecto lenguaje. Si hubiera mantenido su uniformidad habríamos llegado al cielo.
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