El domingo después de nuestra boda ante la bóveda, Diana y yo organizamos una comida para presentar a nuestras respectivas mamás y nuestros respectivos papás. Realmente la habíamos organizado desde un par de semanas antes, la boda nocturna resultó una deliciosa coincidencia previa al compromiso. La cita fue en el Mercaderes, restaurant de calidad suprema: nos pasaron a un privadito y tuvimos casi de planta en la mesa a tres meseros, así como a un sommelier sugiriendo los vinos. Así fue la cuenta, pero el momento lo valió.
Yo comí un filete tiernísimo envuelto en pasta ojaldrada sobre una cama de crema de zanahoria, sublime. Mi papá ordenó los vinos y luego se arrepintió porque eran caros y quería cooperar con la cuenta (nosotros invitamos, nada que hacerle). La conversación fue amena y agradable, creo que todos salimos con un buen sabor de boca, literal y anímicamente. De ahí fuimos a dejar a los papás de Diana, luego los míos nos trajeron al departamento, entramos a llenarnos de caricias, cual debía ser durante la luna de miel, la cual más bien persiste indómita desde aquel 30 de diciembre glorioso en la historia de mi memoria y la memoria de mi historia.
Me gustan las ceremonias subrepticias que creamos mi musa y yo, son símbolos, signos, que para nosotros valen mucho más que los que venden las instituciones espirituales y legales de nuestros tiempos.
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