Cuando era muy pequeño, tanto que ni recuerdo (pero hay fotos, y me han contado la historia), me llevaron a algún lugar del sureste a un sitio arqueológico. Entre las ruinas y en los trayectos largos, mi papá por lo general me llevaba en hombros y luego me bajaba para que explorara por mi cuenta. Yo iba con un conjunto de playerita y shorts amarillos con bordes azul cielo. De repente (se debe entender que esto lo cuentan mis papás) me ven llorando, inmovilizado del susto, mirando fijamente a una piedra: había un bicho. También le sacaron fotos. Ahí termina la historia narrada, supongo que porque se avergüenzan de contarme el final del insecto que ya fotografiado ni parece peligroso. O tal vez porque cuando vemos fotos, eso es lo que revivimos, sin preguntarnos lo que vino después.
Hace un par de noches, acostado ya con D, con luz escasa y sin lentes, veo moverse furtivamente a una horrible bestia con exoesqueleto sobre el edredón que estaba sobre la cobija que estaba sobre la sábana que estaba sobre mis pies. Me paralicé y gritando pedí auxilio a mi amada quien valerosamente se levantó con una salvadora chancla y mató... al grillo. Pobre animalito, pero quién lo manda a querer ser promiscuo con nosotros y subirse a nuestra cama. Ahora veo a D con un aura de heroína de película de acción que la vuelve irresistible para mi yo adolescente (mi yo adulto es suyo desde antes del big-bang).
Creo que con esta última experiencia puedo completar la historia de mi niñez y entender mejor los hechos previos y posteriores a las fotos que me anclan (repito, sin que yo lo recuerde) a ese lugar y ese momento.
1 comentario:
Y después de muchos intentos por sacar pacíficamente al insecto de la recamara, pensé dolorosamente: hoy, un grillo no cantará.
Publicar un comentario