El viernes pasado llegué a casa a las ocho y media, D salió de la oficina cerca de las 10. Fui por ella y vinimos hacia el depto donde habia algunos quesos en el refri pero ya casi nada más. En el camino decidimos que haríamos una pasta, y luego, para que no sólo fueran unas penne rigate al burro (con mantequilla) mi musa picó finita una cebolla y la puso a freir en abundante aceite de oliva, luego añadió una cucharada de ajo molido y una salchicha en trocitos: un pesto 80 por ciento de cebolla acitronada que quedó de rechupete. Abrimos una botella de vino tinto y cenamos delicioso a la luz de las velas.
Flash back: En el momento que entrábamos a nuestro pequeño recinto sagrado, fui a la computadora para leer algunas cosas y terminar de pulir un texto de (entonces) próxima publicación. Mi amada me llamó a su lado para co-participar en la producción culinaria de la susodicha pasta con un argumento irrefutable, era un día especial, ¿y por qué un día especial?, pregunté, porque estamos solos tú y yo, me respondió. Me puse totalmente a su disposición desde ese momento en adelante y tuvimos una velada encantadora y risueña.
Parece que pasarla bien es una decisión, y puede ser por las razones que sea, cualquier motivo puede dar sentido o servir de excusa a la alegría, lo mismo que para pasarla mal. Pero entonces, ¿por qué no rechazar siempre el impulso de tener un mal rato?, o ¿por qué no tomar siempre cualquier motivo para pasar un buen día? No creo en las necesidades psicológicas de poder y tras detenido y largo análisis de mi sentir sostengo que quiero estar con mi amada, estar bien con ella, ser a su lado al tiempo que disfruto de su ser.
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