El segundo día del viaje a Chetumal, es decir el tres de junio, decidimos ir a Bacalar, a la laguna de los siete colores. Por varios motivos, entre ellos que Loana se metió a la alberca del hotel, y que también metí a Lucas, salimos de Chetumal hasta las dos y cuarto, y llegamos a nuestro destino a las tres de la tarde. Apalabramos a nuestro taxi para que nos recogiera tres horas después, a las seis, y nos fuimos a sentar a una palapa frente a la laguna. La tarde estaba apacible, un poquito nublada pero nada ominoso, el agua azul, se veía perfecta, y al poco rato de llegar metí a Loana al agua. En el lecho de la laguna, cerca de la orilla, el piso era pedregoso y bajo, y las piedras se sentían como vidrios puntiagudos hacia arriba, y más porque estaba cargando a mi beba.
Cinco minutos después de llegar a un lugar donde el piso era de arenisca con algas, Loana se angustió y me pidió salirse, cosa que hice de inmediato, y su mamá la secó y vistió. En eso estábamos cuando empezó a nublarse muchísimo, y a hacer viento, y a chispear. Eran las cuatro de la tarde, pensamos en irnos antes y dejar plantado al taxista, si era que regresaba. "¿Me pasas mi celular?", me pidió mi amada, y lo empezamos a buscar, para entender al final de cuentas que se había quedado en el taxi. Lo dimos por perdido, pero también decidimos que era mucho lo que estaba en juego no sólo en cuanto al valor del equipo, sino por toda la información que había en el aparato; entonces nos planteamos esperar al taxista hasta las seis y 10, con la esperanza de que fuera alguien decente que nos regresara el teléfono móvil de mi musa.
La espera se nos hizo eterna, no sólo porque nos queríamos ir desde las cuatro, sino porque empezó a llover, una tormenta de tales magnitudes que nos tuvimos que ir a refugiar a la súper-palapa que también era un restaurant, y sentarnos ahí en una mesa y pedir algunas cosas mientras todos los comensales que llevaban coche empezaron su desbandada. Primero pedí un queso fundido para que Loana comiera "quesadillas", y comió bien, luego pedí un bistec que, cuando lo trajeron lo siguió una nube de moscas y cuando lo probé tuve que escupir el trozo por miedo a enfermar, pues evidentemente estaba semidescompuesto. Conforme pasó el tiempo Loana se empezó a desesperar, y tuve que llevarla a dar la vuelta algunas veces (lo bueno es que había dejado de llover). Íbamos una vez hacia la laguna, y otra hacia el estacionamiento con la esperanza de que al taxista se le hiciera temprano. Cuando faltaban 10 minutos para las seis, y en el lugar sólo quedaban dos mesas llenas de borrachos, mi compañera ya cabizbaja me dijo que mejor empezara a pedir otro taxi, uno de los grupos de ebrios era el de los meseros, y todos comentaron que como era domingo los taxistas que conocían se iban a descansar temprano. Como a las seis y cinco, ya sin muchas esperanzas que digamos, salí al estacionamiento con Loana y llegó el taxi. Al menos teníamos el regreso a Chetumal garantizado.
"Señor, a mi esposa se le cayó su teléfono en el taxi". "¿Sí?, qué raro, aquí no hay nada, seguramente se lo llevó algún otro pasajero", y se puso a mover los asientos, los tapetes "nooo, mire, no hay nada por aquí". En eso sale Mi amada con Lucas y las mochilas, le digo que no había nada, se sube al coche y le dice al taxista: "Señor, aquí se me quedó mi teléfono, usted debió oir una alarma a las cuatro de la tarde". Cambio de discurso 180°: "Claro, aquí está, aquí ha estado siempre, pues si ustedes están tratando con gente honesta", abre la guantera, y debajo de todos sus papeles saca el celular y me lo entrega, apagado. Nos regresamos al hotel haciendo plática, y escuchando la tremenda historia de cuando nuestro chofer se había tenido que ir de mojado y lo había agarrado tres veces la migra. Pero de eso, ahí luego.
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