Primero se enfermó Loana. Luego me enfermé yo, luego mi musa, y otra vez Loana. Sólo que en esta última vez, nuestra pequeña lo pasó muy pero muy mal: sin poder respirar por la naricita en las noches (en realidad en todo momento, pero durante las madrugadas es cuando le ha resultado más molesto), con tos de perro, los ojitos hinchados, y toda desactivadita, como plantita sin agua. A propósito de agua, tampoco ha podido beber bien, pues le da un trago o dos al biberón y tiene que soltarlo para respirar. Total que mi beba ha estado malita, y sí, la hemos cuidado y atendido, y ya va de salida, pero eso no quita que su mamá y yo estemos agotados.
Mi amada y yo retomamos el ajedrez. Al respecto tengo alguna que otra reflexión. Es rarísimo, por ejemplo, que sintamos esa necesidad de ganar, pero de ganar bién. Esto es, no basta con ganar por ganar, ni con hacero del modo que sea, sino que hay que ganar de a deveras. O sea, no estaríamos contentos si el otro nos dejara ganar, ni si el contrincante no estuviera a la altura; es requisito para ganar bien, por lo mismo, que con quién estamos jugando pueda de hecho vencernos y que se empeñe a fondo. Así, y solamente así, ganar es dulce, es auténtico. De otro modo dejaría sabor a falso, y es aquí donde mi reflexión me deja, o yo dejo a mi reflexión, por hoy. Sólo me quedo rumiando la pregunta: ¿por qué importa que el triúnfo sea auténtico? ¿Por qué un jugador principiante me da flojera y por qué me ofendería si alguien con capacidad para vencerme me dejara ganar?
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