27 de enero de 2011

Recuerdo de trauma prehistérico

Montpellier, Francia, entre 1986 y 1988, yo tenía entre 10 y 12 años, un amigo de mi papá, cuyo hobby era el aeromodelismo me había regalado un avión, o más bien una avioneta de juguete, de madera ultraligera, con hélice activada por una gran liga. Al lanzarla hacia los aires recorría orgullosa distancias larguísimas, era un gusto verla volar y correr a recogerla. Había que dirigirla con cuidado para que no fuera a caer en algún balcón o a estrellarse contra algún árbol. Era mi juguete favorito de todo el mundo, mi tesoro, mi más preciado bien.

Recuerdo vagamente que en ese entonces hospedábamos a una familia cuyo padre estaba concluyendo el doctorado, y estaban a punto de regresar a México, ellos nos habían recibido cuando llegamos y nos habían alojado en su depa, así que lo obvio, lo más normal, era pagarles el favor del mismo modo. Pero ya se sabe, los mexicanos suelen sentir una deuda mayor de la que en realidad tienen, y mi mamá es una gran mexicana, así que ella no sólo los recibió sino que además intentaba agradar a nuestros inquilinos lo más posible, y más de la cuenta.

Flashback: un domingo, salgo a jugar con la avioneta, y sale tras de mí el hijo mayor de esa familia (que originalmente se iba a quedar en nuestra casa un mes, pero ya llevaban ahí como medio año). El niño, al menos tres años menor que yo me pide prestado mi juguete y yo se lo niego, porque sabía que él me envidiaba y que seguramente lo rompería. El niño entonces se echa a correr llorando, va a buscar a su mamá y me acusa de que yo no quería prestarle mi avioneta. Sale la mamá y me conmina a que le prestara mi tesoro a su hijo. Nada, yo era una roca, inflexible, "es mío y no tengo porqué prestárselo, además es frágil, lo va a romper". La pinche vieja entonces se mete y me acusa a su vez con mi mamá, mi mamá, por esa sensación exagerada de deuda arriba mencionada y por querer quedar bien, me obliga a prestarle mi avión al imbécil mocoso ese, imponiéndose físicamente y/o con terribles amenazas (no lo recuerdo bien). Entrego mi juguete receloso, a regañadientes, le explico los fundamentos y los límites y hacia donde echarlo a volar y todo. El tarado lo toma, le da cuerda a la hélice, lo avienta en dirección al edificio. El avion se estrella en la pared, y queda hecho pedazos.

En las semanas siguientes intenté pegarlo con varios pegamentos, pero el delicado equilibrio había sido afectado y nunca volvió a funcionar bien. Desde entonces conocí el rencor, un sentimiento que cada que recuerdo a ese niño (el cual creció y hoy en día es un hombre y ni le pasa por la cabeza el episodio) me hace que se me retuerzan las tripas y se avive mi coraje. Si pudiera volver en el tiempo, tal vez ante la coherción y la fuerza, antes que dejar que un baboso rompiera mi avionetita, la tiraba al suelo y la pisoteaba yo mismo. En fin, tal vez me sirva escribir esto para superar mi odio y perdonar la arbitrariedad materna demasiado complaciente con los extraños, que no se atrevió a defender mi derecho a no prestar mi propiedad. Si algo así pasara con Loana, yo la defendería aunque eso representara una grosería hacia la otra persona (o familia). O bien, retiraría el elemento de la discordia, le quitaría el juguete a mi hija y lo resguardaría, pero no lo pondría en las manos de otra niña.

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