Mi tía Maité le regaló una gatita a mi mamá. Una gatita de menos de un mes, que por supuesto mi mamá tenía que enseñarle a Loana para que su nieta conociera lo que es un cachorrito de gato. Así pues, el plan era que se llevaran a mi hija a Texcoco, por un día, de sábado a domingo o algo así. Sin embargo como Loana acaba de salir de un interminable catarro, decidimos mi amada y yo que el pueblo siempre es mucho más frío que la ciudad, y que por lo tanto no íbamos a dejarla ir. Claro como la gatita está creciendo muchísimo y cada día es más grande, si mi mamá se esperaba a que nos dignáramos a llevar a Loana a Texcoco nuestra pequeña ya no lo habría visto siendo un cachorrito, sino tal vez un joven gato puberto/adolescente. Por lo que, movida osada, mi mamá decidió que en su próxima visita le traería a la gatita a nuestra bebota al depto, para que jugaran juntas.
La respuesta de Loana ante el felino fue de un entusiasmo infinito. Jugó con él gran parte de la tarde, al principio un poquito tímida, tocándolo suavecito, pero conforme pasó el tiempo se puso algo confianzuda y empezó a cargarlo, a abrazarlo, a apretujarlo, etc, hasta que, en una de esas, jugando con la gatita, mi niña sin querer le pisó una patita. A partir de ahí, por más que Loana la perseguía para jugar, el animalejo se alejaba con una agilidad propia de su especie.
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