12 de octubre de 2008

Ensayos de huida

La primera vez que me fui de la casa era un niño de por ahí de los cinco años de edad. Ofendidísimo por no sé qué "injusticia" paterna y materna, subí a mi habitación, abrí una maletita en la que cabrían a lo mucho dos cambios de ropa, la llené de portaretratos con fotos de mis seres queridos (incluyendo a las fuentes de mi desdicha), bajé a la puerta con mi petaquita y anuncié: "¡me voy!", para luego emprender la huida a paso veloz por un terreno valdío que había al lado de la casa y sin un rumbo definido. Recuerdo también que en esa ocasión me alcanzó mi mamá y me regresó a empujones y jalonéos mientras yo berreaba.

En otra ocasión, un par de años más tarde, en mi misma maletita metí ropa y comida, y desafiante volví a anunciar mi irrevocable partida de esa pinchurrienta casa. Esa vez me dejaron ir. Vagué unas horas echando pestes hasta que me cansé, me comí lo que me había llevado (lo cual aligeró el peso de mi equipaje), y seguí caminando por el pueblo decidido a no volver jamás. Empezó a oscurecer, luego a hacer frío, finalmente me empezó a dar hambre y miedo, y como quiere la expresión popular, regresé como perro con la cola entre las patas. Hubo que pedir perdón y tolerar el endurecimiento de la autoridad: "si te vuelves a ir es para no volver, ¿entendiste?" -Sí papá.

Unos tres años más tarde, mientras mi mamá hacía el doctorado en Francia y mi hermana y yo vivíamos con ella, otra vez me ofendí por no sé qué cosa y volví a irme para siempre. En este caso la estrategia no consistía en dejar la familia, sino en poner a temblar a mi mamá, chantajearla (si era buena madre se estaría retorciendo las manos de angustia). La idea era no llegar a dormir esa noche, obligarla a la preocupación y la búsqueda, después de lo cual yo cedería triunfante y generoso. Volví entrada la noche y me encontré con la indiferencia de quien no se iba a dejar chantajear.

La penúltima vez fue ya adolescente, con un poquito de dinero y algunos cuates aliados que me dieron hospedaje. No sabía que mi botín se evaporaría en tres días, al cabo de los cuales llamé a casa y la muchacha del aseo me informó que no había nadie, pero ya casi acababan de poner mis cosas en cajas por orden de mi papá. Lo que fue suficiente para hacerme volver a reclamarles por un trato tan inhumanamente desapegado (aunque hubiera sido yo el que se había ido).

En retrospectiva no siento que mis progenitores fueran tan duros o injustos, sino que yo era de lo más rebelde. Al final, cuando de verdad me fui de la casa, no fue por algo que ellos me hubieran hecho sino al revez. Dejé de ir a la universidad y nunca les avisé, lo descubrieron dos años después y les dio el patatús; me habían subsidiado en todo. Las alternativas ofrecidas fueron: volver a la uni, a la carrera que no me gustaba, para cursar bajo estricta vigilancia hasta titularme; o regresar a la casa, ponerme a trabajar y pagar renta. Aunque en ese momento vi el rechazar ambas alternativas como una forma de defender mi orgullo y ejercer de mi libertad (¡Ay, cuánto uso de terminos mal comprendidos!), ahora creo que decidí irme porque había perdido mi integridad frente a mis papás y no quería "sus reproches" (en realidad, manifestaciones de mi culpa). Mucho después hice las paces con ellos y conmigo, y restablecimos relaciones, aunque ya nunca "volví a casa" porque ya había logrado mi independencia económica, y no quería (ni quiero) desandar ese camino.

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