Como en estos días estoy fascinado por "62, Modelo para armar", novela cortazariana con base en el capítulo 62 de Rayuela, me puse a investigar en la gran red qué opinaba el mismo Cortázar de esa obra suya, cómo la defendía, etc. Así que búscale que búscale me encontré con la transcripción de un coloquio en el que participó el cronopio mayor en Madrid del 77 (link a la página original) al lado de bastantes intelectuales españoles, entre los cuales estaba también nada más y nada menos que Fernando Savater (el cual por desgracia sólo hizo una pregunta medio fama al cronopiote de Julio)
Ahora bien, como yo sé que los textos guardados en un solo sitio pueden desaparecer en cualquier momento, y como creo en la redundancia informática, y en que si un día el espacio en el que está publicada la discusión madrileña setentaysietera se cayera es muy poco probable que se cayera simultáneamente mi blog (excepto si se diera de hecho el improbabilísimo apocalipsis, en cuyo caso de cualquier modo todo lo hecho con anterioridad por la especie sería irrelevante), decidí republicar acá el texto íntegro. Sólo espero que el autor sea comprensivo y no me pida que lo quite. Si me solicitaran quitar el texto de acá, de cualquier modo los conmino a seguir el link de más arriba para leerlo pues está muy padre. Ah, cuando lo lean imaginen en las secciones que corresponden a Cortázar un acento argentino afrancesado como el que tenía Julio, es más divertido.
Foto de Cortázar tomada por Dasso Saldívar durante el coloquio en 1977
Dasso Saldívar
Carlos Fuentes confesó en alguna ocasión que todos los días, al despertarse, piensa en su amigo Julio Cortázar, lo cual es una prueba máxima de la admiración y el afecto que le tenía. Vargas Llosa escribió en alguna de sus columnas de Piedra de Toque que el escritor argentino fue, a pesar de las divergencias ideológicas, uno de sus mejores amigos y su modelo intelectual y personal durante muchos años. García Márquez, por su parte, admitió que el autor de Rayuela es el ser humano más impresionante que ha tenido la suerte conocer, y celebró el grato privilegio de haber sido su amigo. Y así, si hiciéramos una encuesta entre todos los que fueron amigos de Cortázar, grandes y pequeños, famosos o simples ciudadanos de a pie, creo que la mayoría señalaría el hecho de haberlo conocido y tratado como uno de los grandes dones de sus vidas. Pero este sentimiento no es sólo unánime entre sus amigos, sino incluso entre quienes hemos leído sus relatos o quienes en algún momento lo hemos visto y tratado aunque sólo hubiera sido por un instante. Tal fue mi caso y el de algunos contertulios que tuvimos la suerte de departir con él en el coloquio de Madrid de finales de octubre de 1977, a raíz de la publicación de su libro de relatos Alguien que anda por ahí.
El encuentro tuvo lugar en una de las últimas plantas del edificio modernista de Torres Blancas. Alrededor de una mesa blanca, que tenía una extraña forma de flor de gladiolo, estaban sentados Cortázar y sus interlocutores inmediatos: el filósofo Fernando Savater, el novelista José María Guelbenzu, el poeta Félix Grande y el crítico Rafael Conte. El coloquio fue moderado por Jaime Salinas, el entonces director de Alfaguara. Rodeando la mesa, en un ángulo de elevación respecto de su base, estábamos toda la aristocracia de gallinero: lectores, periodistas, escritores y aprendices. Obviamente, la presencia del escritor en Madrid había despertado una gran expectación en ese momento de la historia de España, y el hecho hubiera sido motivo para rebosar una sala de conciertos, pero era evidente que los que estábamos allí reunidos en un pequeño espacio alrededor de Cortázar, estábamos convocados y restringidos por el mismo pudor del escritor a convertirse en un espectáculo público. Así que el ambiente era más bien de intimidad y familiaridad, el de un verdadero encuentro de Cortázar con sus amigos y lectores. Tal vez por eso, él se sintió cómodo y durante el coloquio desplegó todo el encanto y todo el prodigio de su personalidad excepcional. Sus oyentes quedamos, por supuesto, hechizados, con la convicción duradera de que nos habíamos ganado el cielo durante dos horas. Recuerdo perfectamente, al final del acto, la visión conmovedora del poeta Félix Grande, enjugándose de las lágrimas: “No lo puedo evitar: ¡cada vez que lo escucho tengo que llorar!”. Para mí fue, sin duda, el momento más intenso y luminoso que he vivido junto a otro hombre, pues yo, aprendiz de escritor, aprendiz de hombre y aprendiz de casi todo en ese momento, aprendí todo lo que no había encontrado ni encontraría en cientos de volúmenes de la mejor literatura.
Volver a escuchar sus palabras y reproducirlas aquí para compartirlas con sus lectores, pretende ser nuestro particular homenaje al rey de los cronopios, ese escritor mayor que ha conseguido, además, que todos sus lectores nos sintamos también sus amigos del alma.
Fernando Savater: Si lo fantástico es un ordenamiento extremadamente crítico de la realidad y señala un atajo al auténtico corazón de lo real –demostrado en emblemas como “La autopista del sur”, “Casa tomada” o “La noche boca arriba”-, ¿Cómo es posible que haya cuentos cortazarianos literalmente realistas, debido a una serie de elementos de cotidianidad, sociales, políticos, etc., que de algún modo no encaja perfectamente con lo real? ¿Qué piensa Cortázar sobre la idea de lo fantástico como un atajo a lo real, no como algo que se queda en una periferia, sino como algo que busca una respuesta más exigente y crítica de la realidad?
Julio Cortázar: Muchas veces he tenido la impresión, y ha llegado a ser una convicción, de que si pudiera explicar lo fantástico, nunca habría escrito cuentos fantásticos. El haberlos escrito es para mí el único comercio que tengo con lo fantástico. Declaro honestamente que la concepción que tengo de este terreno no entra en lo racional. Por eso no es casual que hable de sentimiento de lo fantástico: no es nunca una idea, no es un concepto; es un sentimiento de apertura, de intersticio en lo real, de otras modulaciones de lo real. He sido siempre incapaz de estableces con precisión el límite entre la realidad y lo fantástico. Mis lectores saben que ninguno de mis cuentos es absolutamente fantástico. Son cuentos muy realistas que comienzan en un lugar determinado, con gente como nosotros, en un tranvía, en un café, en una casa, y en un momento dado hay esa apertura, es especie de, yo le llamaría, invasión de lo fantástico. Yo soy su primera víctima, la sufro en primer lugar, y el cuento es el exorcismo de esa invasión. Creo haberme curado de algunas neurosis escribiendo cuentos fantásticos, evitando así la visita al sicoanalista.
José María Guelbenzu: Sabemos que después de los cuentos fantásticos primeros, a Cortázar le preocupaba en especial una problemática sobre la literatura, la creación de estructuras cerradas, pero que al escribir “El perseguidor”, la visión de Cortázar se abre hacia una problemática más existencial, que es la que luego explicitará en sus novelas: en Los premios, en Rayuela, novela imán, debido a que en ella se encierran los procedimientos que Julio Cortázar había empleado hasta entonces y que empleará después, tanto en las novelas citadas como en sus cuentos posteriores y en los libros de miscelánea. Conocemos también que en Los premios la hilazón la da el argumento, los personajes, mientras que en Rayuela esta hilazón argumental desaparece, porque en ésta todo tiene más importancia que el argumento en sí. Como en este tiempo se produce una variación en la trayectoria literaria de Cortázar, quisiera que nos explique en qué consistió este cambio.
Julio Cortázar: Es verdad que “El perseguidor” se me aparece a mí mismo ahora como una especie de bisagra que divide en dos lados todo lo que yo he escrito. Al escribirlo no tenía la menor idea de que estaba escribiendo algo diferente de lo que precedía. Era un cuento más, que me interesaba por mi amor al jazz, por la admiración profunda a Charly Parker, por una serie de elementos vinculados con la vida de los músicos del jazz y con la ciudad de París, específicamente, donde se desarrolla la acción. Es decir, escribí ese cuento sin ningún propósito determinado que no fuera el dar salida a esa serie de sentimientos, de admiraciones y de nostalgias. Actualmente, sin embargo, puedo ver que ese cuento significa el acceso a una nueva manera de sentir la realidad y de moverme en ella. De alguna manera, si yo no hubiera escrito “El perseguidor”, no hubiera escrito tampoco Rayuela, porque el destino de Johny Carter prefigura en pequeño el destino de Horacio Oliveira. De alguna manera, los dos son los perseguidores, son los buscadores, pero ¿qué es lo que buscan? A través de ellos me buscaba yo. Tanto “El perseguidor” como Rayuela son libros de un estricto individualismo: están centrados en una búsqueda sumamente personal, que, a riesgo de caer en pedantería, yo llamaría una búsqueda ontológica. Los personajes de estos dos libros están centrados en su propia individualidad, la encuentran insatisfactoria y falsa, se sienten como fuera de sí mismos en tanto que individuos. Eso se traduce naturalmente en angustia e insatisfacción. En definitiva, esos dos libros son dos búsquedas de un destino personal. En ambos se refleja la persona que yo era cuando los escribí: alguien que no tenía en absoluto el sentimiento de la historia, alguien situado fuera de ella en un plano, al comienzo, estético, luego, metafísico y ontológico, y que se buscaba a sí mismo en un plano individual, sin tener el sentimiento preciso de su prójimo y, por extensión, el sentimiento de su pueblo y el de la humanidad en su conjunto. Ese proceso había de producirse más tarde y, con el tiempo, llevaría a obras como Libro de Manuel.
Rafael Conte: En Rayuela, Cortázar plantea la ruptura de la continuidad sicológica de los personajes, la continuidad espacial y la temporal, dando pistas externas con la ordenación o desordenación sabia de los capítulos: las posibles lecturas del libro. En 62, modelo para armar se produce también tal ruptura pero sin dar ninguna pista. Todo funciona en el interior del libro: los personajes van hablando en muchas voces, como una pequeña colectividad, pero desde el punto de vista subjetivo siempre; los escenarios se confunden; el tiempo va y viene, rigurosa, implacablemente. Todo, pues, funciona como un solo bloque que tiene para el lector una versión distinta en cada lectura. Para mí, 62, modelo para armar es una obra maestra; para otros, un fracaso. ¿Qué opina Cortázar?
Julio Cortázar: Desde luego que no es una obra maestra ni tampoco un fracaso. 62 podría ser calificado como una tentativa de quebrar los moldes típicamente sicológicos de la novela. Una mayoría abrumadora de las novelas de la literatura universal son novelas que corresponden a una casualidad de tipo sicológico: los sentimientos, las pasiones, las manifestaciones de la voluntad, el odio, el amor, la ambición… Pensemos en una novelística tan genial como la de Balzac: está íntegramente movida por las pasiones humanas. A éstas, de una manera general, las podríamos llamar la sicología del ser humano. Se me ocurrió si sería posible escribir una novela que, en la medida de lo posible, escapara a esa tiranía de los sicológico, que tendría que ser sustituido por otras formas de relaciones humanas. Para ello había que enfrentarse con una dificultad fundamental: había que hacer caer un aparato previo que autor y lector conocen de antemano, por sus propias pasiones, e intentar que la novela diera paso a otro tipo de acciones y, sobre todo, de interacciones. Yo acudí a la noción de figura y a la de constelación para referirme a esos sistemas de causas y efectos que no corresponden a nuestras leyes perceptibles. Creo que nuestra vida está dirigida de alguna manera y condicionada por causas y efectos de los que no estamos plenamente conscientes. Cocteau decía que las estrellas que forman una constelación no saben que la forman. Solamente nosotros al observar las estrellas en el cielo lo notamos. En este sentido, esta imagen se aplica a lo que yo quería hacer en esa novela. Es decir, mostrar que en algunos momentos de la vida de todos nosotros podemos desencadenar efectos de los cuales no tenemos sospecha, y terminar esos efectos en personas que tampoco se imaginan la causa. En la novela, por ejemplo, hay una muñeca que circula en distintos capítulos, una muñeca que alguien le regla a una mujer y que esa mujer decide luego enviar a otra mujer en otra ciudad, sin tener la menor idea de que esa muñeca va a desencadenar una serie de efectos que se van a volver en contra del primer personaje: del que al comienzo había dado la muñeca. La muñeca es entonces la objetivación de esa constelación que se forma entre cuatro o cinco personajes y que termina la tragedia final de la novela. Esto, como me lo diría cualquier profesor de lógica, no es lógico, no responde a la causalidad habitual. Sin embargo, yo creo que toda persona dotada de suficiente sensibilidad puede haber sospechado en algún momento de su vida que determinadas acciones suyas o de otras personas desencadenaron efectos totalmente inesperados en su propia vida. Ese es el núcleo central que me llevó a escribir la novela, y si, en alguna medida, ella es un fracaso, yo creo que se debe a que no podemos quitarnos tan fácilmente de encima la causalidad lógico-aristotélica, no la podemos sustituir tan fácilmente por algo que algunos críticos han llamado magia, aunque no lo es para mí. Tú sabes muy bien que, además, allí entró en juego una vieja obsesión mía, que es la vampirología, y entonces allí se infiltraron elementos obscuros, pero que precisamente por ser obscuros se prestaron a ese juego de las constelaciones y de las figuras.
Félix Grande: Julio Cortázar es un gran poeta en prosa y en alguno de sus versos. Pero en buena parte de su producción en verso, su calor poético, su intensidad poética, no se da casi nunca. ¿Puede ser debido a que en él se da esa dictadura del elemento festivo y lúdico que choca con el carácter intimista y trágico de la poesía? ¿Puede ser debido a que el poema en verso tiene su propio organismo, independientemente de que en un autor haya una gran cantidad de poesía en sus resultados? ¿No será que en efecto el poema en verso no es intercambiable siempre y en todo momento? ¿O no será entonces que, siendo así, y ésta es la pregunta torturadora, en Cortázar no hay la misma maestría a la hora de sentarse a escribir poesía en verso que poesía en otros géneros?
Julio Cortázar: Yo creo que tienes toda la razón, es decir, que no ha habido ninguna tortura. Todo lo que has dicho lo sé sobre mí mismo hace mucho tiempo. El hecho de que de tiempo en tiempo reincida en poemas en verso es simplemente porque hay determinados momentos en mi vida que no puedo expresar de otra manera, que solicitan el verso como vehículo para tratar de manifestarse. Pero, sobre todo, estoy de acuerdo contigo, por más vanidoso que parezca, en el hecho de que, fundamentalmente, y al margen de la división entre prosa y verso o prosa y poesía, yo creo que mi manera de captar la realidad, mi manera de verla, de sentirla y de vivirla, es una actitud de poeta. No me niego a mi mismo, con falsa modestia, esa calificación; muy al contrario, tengo la impresión de que si escribo prosa, sólo he podido escribirla porque el motor era un impulso de tipo poético. Lo que es difícil naturalmente –tú mismo te verías en dificultad para caracterizarlo y definirlo- es dar, si no una definición, por lo menos una caracterización aproximada de la condición poética, del hecho de ver la realidad como un poeta. Yo sé que eso no es posible. En mi caso yo no puedo hacerlo. Pero puedo dar algunos síntomas, por ejemplo: que frente a cualquier manifestación de la realidad, entre la explicación y la aceptación racional, inteligible de la cosa, yo suelo optar por otro tipo de explicación, tiendo a ver otra clase de cosas. A propósito de 62, hablábamos de otro tipo de causalidades. Eso se puede seguir extrapolando a toda mi manera de sentir la realidad. Por ejemplo, en este mismo instante en que yo estoy con ustedes, esto es una cosa tangible, palpable, mensurable, y al mismo tiempo estoy viendo esto como una especie de dimensión porosa llena de aperturas y de agujeros que no podría definir ni calificar, pero que dentro de una semana o un año pueden quizá dar un relato o el comienzo de una novela o, acaso, también un poema. La poesía en verso que solamente he escrito en forma esporádica para una satisfacción de tipo personal, no llena mi noción del universo. Yo necesito, además, ver, describir y entrar en el mundo de las cosas que pasan, en el mundo de las acciones, en el mundo del conflicto de las pasiones, y no en el plano personal, que es la característica del poeta lírico, que en principio habla siempre de sus amores, de sus odios, de sus sentimientos, aunque pueda extrapolarlos artificialmente hacia otros personajes. Yo creo que en mí hay un poeta y un novelista, si la cosa es posible; es acumular demasiados títulos, pero el hecho es que la manera de escribir mi prosa es una manera en que la conducta poética no se diferencia de la que tengo cuando escribo poemas. Nunca he notado un cambio perceptible en mí cuando escribía un cuento y cuando escribía un poema. El único cambio está en los diferentes problemas técnicos que plantea la prosa y que plantea el verso y en la diferencia de contenido, pero no de sentimiento ni de actitud. Si ser poeta es quizá ser, además de poeta en verso, otras cosas, yo creo que soy muy poco poeta en verso, pero soy un poco las otra cosas.
Dasso Saldívar: Si en la base de la obra de Cortázar existe una actitud poética ante la vida, como se ha señalado y admitido antes, creo que una actitud filosófica ante la vida no es menos cierta. ¿Cómo llegó Cortázar a esa simbiosis poesía-filosofía que nutre su obra?
Julio Cortázar: En la medida en que, desde muy temprana edad, la curiosidad por los llamados problemas filosóficos que plantearon primeramente los griegos, los del tiempo, del espacio, de la vida y de la esencia, fue lago que me hostigó a partir de entonces de manera simultánea con un sentimiento poético de la realidad, llegando a la coexistencia de preocupaciones de uno y otro tipo. Y es entonces cuando hay que tener en cuenta que la filosofía empezó siendo poesía y ésta, filosofía. No hay más que pensar en ese grupo de griegos que se llamaron los presocráticos o eleáticos. Parménides, Heráclito… fueron gigantes poetas. Lo que nos queda de ellos puede ser considerado no sólo desde un ángulo estrictamente filosófico, como indagación metafísica u ontológica, sino como una poesía de altísima calidad. Es decir, que hay un terreno común que luego la historia y la especialización inevitable de las disciplinas fue separando, hasta el punto en que el filósofo y el poeta se situaron en caminos diferentes, y Platón, filósofo, echó a los poetas de la República por considerarlos nocivos para la ciudad. En este sentido, yo he dicho de Lezama Lima, uno de los más grandes escritores de nuestro tiempo, que él pertenece a la especie de los presocráticos, es decir, ese momento en que el pensamiento del hombre no distingue exactamente entre razón e intuición pura, no distingue demasiado entre realidad y magia, entre prosa y poesía, para decirlo de una manera más simple. Entonces, las operaciones literarias que nacen de eso son de tipo presocrático, como bien pudo ser los poemas de Parménides o los fragmentos de Heráclito. Yo sé muy bien que lo mío se sitúa en un terreno diferente con relación a Lezama Lima, pero creo que comparto con él ese sentimiento en que lo filosófico y lo poético no son dos actividades separadas: las sigo sintiendo unidas.
Félix Grande: En Libro de Manuel, aparte de muchas otras cosas, Julio Cortázar interpreta, en relación con la política y la literatura, algo sustancial: que la revolución, la lucha política, no tiene que olvidar en ningún momento que está hecha para la alegría, que está hecha desde la nostalgia de la alegría hacia la obstinación de la alegría. Esta es una de las razones por las cuales el libro se ha visto agredido, pero también es una de las razones por las cuales el libro puede y debe ser definido.
Julio Cortázar: Es muy cierto, y en mi opinión muy lamentable, que parte de las críticas negativas que tuvo este libro se basó en la permanencia de un tono lúdico, de un tono de juego, pero el juego es una cosa muy seria, como lo saben los niños que juegan muy seriamente sus juegos. Y ello llevó a muchas lectores que militan activamente en el campo de la política –cuando dicho que militan en el campo de la política, quiero decir el campo al cual pertenezco yo mismo- a reprocharle al libro que un tema tan grave como es un tema que toca los problemas actuales de América Latina y las actividades de un grupo guerrillero urbano, que eso fuera tratado con un tono en donde, con frecuencia, la broma, el juego y el absurdo incluso, tienen una parte muy importante. Yo sabía que ese tipo de reproches me sería hecho y asumí el riesgo, porque, como tú lo has dicho admirablemente, es inconcebible una revolución que no tenga por fin la alegría, entendiendo por alegría una cosa mucho más amplia: la supresión de todo lo que es dolor antes de la revolución, la supresión de todo lo que nos humilla, nos explota, nos aliena, nos distancia, nos mutila. Entendiendo por alegría entonces el hecho de llegar por fin a nosotros mismos. Es mentira que nosotros estemos en la historia, estamos en la prehistoria. El hombre está todavía viviendo una especie de edad de las cavernas a pesar de su gran tecnología y los viajes a la luna, porque, en primer lugar, no sabe bien quién es él mismo, no ha encontrado todavía el término de esa larga exploración de la filosofía y la literatura en su conjunto, y, además, está muy lejos de haberse librado de todo lo que lo condiciona, de todo lo que le quita la alegría. Nuestras alegrías son artificiales, son individuales, y, sobre todo, son momentáneas. Pero la alegría no es solamente la carcajada; tal como yo la veo, es la condición humana en que el contexto exterior y el interior estén finalmente en armonía y permitan entonces que un hombre se sienta realmente en su propio destino, en su identidad. Esto no es un juego, no es lúdico, pero, sin embargo, forma parte del mundo lúdico, porque el hombre nació para reír, para jugar. Todo esto que estoy diciendo parece pueril y en el campo de la política se olvida con demasiada frecuencia. Las revoluciones se vuelven serias, se vuelven grisallas, se vuelven sordas. La gente deja de vestirse con colores alegres, si alguna vez las usó. Todo se vuelve grisalla. ¿Por qué? Bueno, hay razones que lo explican, hay problemas imperiosos, hay etapas que deben franquearse. Pero esas etapas deben franquearse sin olvidar los fines últimos, sin olvidar que el hombre es una animal lúdico como es un animal erótico, y eso, me permito agregarlo a lo que tú dijiste, es el otro elemento que a mí me pareció importante agregar a Libro de Manuel cuando lo escribí. Es decir, uno de los problemas de América Latina ha sido siempre, y es también un problema español, que en materia erótica estamos también en la prehistoria. Hemos dado algunos pasos adelante, pero aún queda mucho camino por avanzar. Todo esto traté darlo en ese libro, porque me pareció que si era leído por jóvenes –yo pienso sobre todo en los jóvenes- a quienes le movía un impulso político, una ideología, un afán de justicia social, ese libo podría, no darles respuestas –no soy hombre de dar respuestas-, pero sí plantearles ese tipo de preguntas: ¿Cómo son ellos, que quieren cambiar el mundo, cómo son cuando se trata de su mujer o cuando se trata de cualquier juego? Llevarlos a un sentido crítico que los vuelva más eficaces políticamente. Antes he dicho que con mucha frecuencia se olvida que alguien tan entrañablemente revolucionario como el Che Guevara llevaba siempre en el bolsillo un libro de poesía, o una novela, o los cuentos de Jack London, como los llevaba en el momento del desembarco en Cuba, o llevaba el Canto general de Neruda al final en la selva Boliviana, es decir, que ese sentido poético, lúdico, en último término, erótico en el sentido platónico –porque el eros abarca todo eso-, están presentes y despiertos en el Che, y todos los que lo conocieron supieron hasta qué punto tenía sentido del humor, hasta qué punto podía ser como un cachorro juguetón, siendo al mismo tiempo uno de los ejemplos más admirables del revolucionario. Bien. En la medida de mis posibilidades quise meter todo eso en Libro de Manuel. La crítica no lo vio sino parcialmente, pero ése ya no es mi problema, el libro debía defenderse solo.
Alberto del Campo: ¿Cree usted, Cortázar, como el personaje Morelli de Rayuela, en el poder de la literatura para cambiar las personas y aun la sociedad?
Julio Cortázar: Sí creo, pero críticamente y sin optimismos fáciles. Basta leer a los poetas románticos del siglo XIX, a Shelly, por ejemplo, para ver la actitud que tenían: veían a la literatura y al poeta, sobre todo, como a un pequeño dios dotado de poderes inmensos sobre los lectores y la historia. El poeta era el gran reformador. No hay más que leer la defensa de la poesía de Shelly, no hay más que leer a Victor Hugo, por ejemplo. Es decir, había un sentimiento mesiánico en el poeta, éste sí era el hombre que traía las antorchas de la verdad, de la justicia y de la libertad. Es evidente que el siglo XX se encargó de desmentir cruelmente esa ilusión, pero no la anuló totalmente. Yo creo que ese maravilloso optimismo puede y debe ser mantenido por nosotros dentro de límites críticos. El diálogo que yo he tenido con mis lectores a través de muchos años me ha permitido ver que en una cierta medida, muy por debajo de lo que quisiéramos los escritores, hay una respuesta positiva en el plano histórico, no sólo en el intelectual, de esos lectores. Ceo que una cierta literatura es revolucionaria al margen de su tema explícito; es revolucionaria en la medida en que al influir en el lector, al plantearle problemas y darle, acaso, algunas soluciones o señalarle algunos caminos, lo está ayudando en ese descubrimiento de sí mismo de que hablábamos antes, y sin el cual ninguna revolución tendría sentido. Entonces, con las restricciones que he hecho, pienso que la literatura en su conjunto es eficaz en el terreno histórico.
cronopios@cable.net.co 26 de agosto de 2004
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