20 de febrero de 2009

La lotería de la biblioteca

Hoy que leía El nombre de la rosa, me di cuenta de que es tan agradable que no me anticipo, me dejo llevar por la historia como por una ola suave, palabra por palabra, y lo disfruto mucho. Sin embargo, como lo he leído hartas veces, ¿sé lo que viene, lo que se dice, las respuestas y objeciones?, digamos que algunas las conozco, algunas las reconozco, algunas las recuerdo conforme las leo y algunas me sorprenden como si nunca las hubiera leido. Y al mismo tiempo, como dije antes: no me anticipo.

Acabo de pasar la parte en la noche del segundo día en que Guillermo descifra el código secreto de Berengario, y me encanta porque le dice a Adso que para descubrir la clave deben primero adivinar el mensaje, y ante la objeción del alumno de que entonces ya no tenía caso quebrarse la cabeza, el maestro primero divide en sílabas el primer fragmento del texto, y luego le sobrepone una oración: secretum finis africae, y acierta. Excepto que, no sé si será por malicia de algún editor o corrector, o si acaso Adso cometió algún error en su transcripción, pero lo que pude descifrar yo, según esa misma clave decía afrecae, o tal vez era un modo particular de expresarse de Berengario...

En algún momento de mi vida no hace tantos años, platicando con una amiga, le dije que yo ya había pasado la etapa de ver a mis prospectos románticos como boletos de lotería ("y cuando me la saque, voy a hacer esto y lo otro"), y había empezado a verlas como libros ("quiero conocerte, y si me gustas conocerte más, y si me sigues gustando conocerte más, aunque se acaben las historias de nuestro pasado, aunque me sepa tus gestos y tus costumbres, conocerte más"). Y así, poco tiempo después, mi musa y yo empezamos a conocernos.

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