14 de julio de 2009

El hilo negro: una agenda, unos horarios

Creo que intentaré segmentar y programar mi tiempo para alcanzar microavances cotidianos en todos los frentes. Es decir, después trabajar y cuando termino de comer son por lo general las dieciséis treinta; y aunque tengo mucho sueño y estoy solo en la casa, es un tiempo que debo aprovechar. Luego, como a las dieciocho treinta voy por mi amada a su oficina y volvemos usualmente cerca de las diecinueve. Por lo general desde ese punto conversamos y acomodamos el departamento hasta cerca de las veinte.

Así que si de verdad quiero cumplir con todos mis compromisos debería dedicar dos horas más (o hasta las veintidós). Es decir que tendría que emplear constantemente cuatro horas diarias con los que llamaré mis pacientes (que son en realidad proyectos, confiados a mí por los clientes), y empezar y acabar las sesiones de tratamiento puntualmente según una estrictísima agenda.

Esto, a la vez de permitirme lograr algo, tendría como propósito poner límites a mi actividad e imaginación, y saber con certeza que si mi agenda de máximo cuatro pacientes está llena, no puedo aceptar a ninguno más so pena de quedar mal y perder algún cliente sin habérmelo ganado nunca. Entonces debo limitar, a no ser, claro, que la compensación ofrecida por atender a algún nuevo paciente sea tan jugosa que me ayude a demorar sin remordimientos algún otro tratamiento y/o a renegociar con mi exquisita musa sin temor a reproches por mis necesariamente prolongadas ausencias.

Esto además, me doy cuenta ahora, puede servirme, tras hacerlo un par de veces, para proyectar hacia el futuro los tiempos de tratamiento, y así no sólo saber cuando estarán libres próximamente algunas de las horas en mi agenda sino también calcular cuánto tiempo puede tomarme razonablemente curar a cada paciente según sus características y síntomas, y así finalmente cotizar mejor y mantener los pies (míos y los del cliente) sobre la tierra, y todos felices y contentos con esta delimitada realidad.

Además me doy cuenta también, que si prolongo el experimento futurificador hasta el absurdo y calculo por ejemplo que viviré hasta los cien años, puedo saber también qué tan productivo podría llegar a ser durante toda mi vida, y establecer un alcance y límite máximo exagerado de pacientes tratados posibles que hasta yo, el más optimista de los vivos respecto a mi propia vida y productividad, me sorprendiera si algún día lo alcanzara. Sé que es deprimente entender los propios límites, no los he calculado aún y ya lo siento. Es triste descubrir que la propia obra no puede ser infinita.

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