Bajar de peso debería ser más o menos sencillo. Recuerdo que a los 10 años, mientras vivía con mi mamá y mi hermana en Montpellier, mi tía Rosa Elena fue a vivir con nosotros para aprender francés y me encontró en el deplorable estado en que, proporcionalmente, me encuentro ahora: gordo cachetón con papada y chichis. Entonces mi estéticamente preocupada tía me propuso ser mi guía en un proceso de adelgazamiento que no sé con qué promesas logró hacerme aceptar, seguí sus instrucciones al pie de la letra por más estrictas o dolorosas que fueran y al cabo de unos seis meses enflaqué y me volví vanidoso y autosuficiente. Habiendo logrado bajar de peso ya no la necesitaba, podía permitirme arbitrariamente algunos caprichitos reposteros y culinarios... Obvio, se ofendió conmigo por mi insolente desobediencia y ya no me volvió a corregir ningún hábito, obvio, volvi a subir de peso.
No se trataba de ayuno, ni de matarme de hambre. Lo único que debía hacer era no comer pan ni ningún tipo de harina, ni dulces, ni ingerir nada entre comidas, además de omitir la cena. Ahora bien, en Francia, en ese entonces, una vez iniciada la dieta desayunaba un bol de cereal con leche o unas tartinas de pan tostado con mermelada a las siete de la mañana, comía al medio día en el comedor de la escuela, tal vez podía merendar un café con leche como a las diecisietetreinta, y eso era todo.
Acá en México y en la actualidad desayuno igual cereal y además un par de quesadillas con manchego, tomo un café macchiato doble y mordisqueo un biscotto como a las once de la mañana, como sopa-arroz-y-plato-principal de lo que nos trae mi concuña más o menos a las quincetreinta, botaneo algunas semillas como a las cinco y las acompaño de café con mucha leche, y tal vez ceno algo al lado de mi musa (un fondue con verduras asadas, un pozole, u otras cosas ligeritas).
El plan a partir del próximo lunes será disciplinar también mi alimentación. Aguantar la gula, que no el hambre, porque alguna vez ayuné por unos días y entendí que el hambre de verdad no es ese vacío estomacal caprichoso que nos aqueja a los gorditos, ni ese salivar profusamente al ver uno de mis platillos preferidos, sino una debilidad nostálgica en las articulaciones, en los músculos, en las ganas de moverse. Es como una depresión pero que viene desde el cuerpo, no una que acaba en el cuerpo. Creo que puedo volver al estilo espartano de mi niñez en Montpellier, sin pan ni dulces, y sin cena; con eso debería bastar para hacerme perder los kilos de más. Perfecto, ahora debo ver de donde sacaré las fuerzas.
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