Ya sabía yo, por haberlo leído, y por habérmelo platicado mi mamá, que poco antes de la llegada de un hijo a las futuras madres les da el síndrome del nido. Esto es, se ponen a arreglar la recamara o el espacio donde estará el ya nada lejano nuevo miembro de la familia. Resulta que en el caso de mi amada compañera, el nido fue un impulso fuertísimo por cambiar de espacio habitacional. Vivíamos en un huevito de una habitación con un microcloset y nos cambiamos a un departamento de 3 tres 3 recámaras con enormes guardarropas en cada cuarto.
El miércoles pasado empezamos a empacar: fui enviado a comprar cajas de cartón y plástico burbuja, y comenzamos a meter cosas en cajas y más cajas (yo empecé con los libros). El jueves tuve que ir por más cajas y más plástico burbuja, metimos todo lo visible en los receptáculos de cartón tras lo cual sellé y etiqueté a cada uno. El viernes ya teníamos casi todo envuelto en cajas apiladas sobre lo que solía ser nuestra sala y en el cuarto de servicio, y por la noche llegó Óscar y nos ayudó a terminar de empacar todo lo invisible (o bueno, lo que no se veía suelto y como muebles y espejos atornillados a las paredes). El sábado hicimos algunas compras, la señora del aseo fue a limpiar a fondo el nuevo departamento por amueblar, y por la tarde nos fuimos al baby shower de nuestra pequeña. El domingo llegó temprano la mudanza y movimos todo de un depto al otro antes del medio día; luego pasamos la tarde acomodando todo con la enorme e indispensable ayuda de Caty, Magda, Pita, Doña Guille, Absorto y Arám. Estoy muy agradecido con todos ellos.
Por supuesto, tanto traqueteo y cambios no sólo no me permitieron hacer absolutamente nada más durante el fin de semana, sino que me han dejado sin internet hasta dentro de unos tres días. Con lo cual este post lo escribí al día, temprano, desde la chamba.
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