7 de mayo de 2010

Desdeño a los que no acentúan

A los nueve años de edad me fui a vivir a Francia porque mi mamá estaba haciendo su doctorado en genética. Cuando llegué allá, por más que me hubieran mandado durante un año a cursos de francés no sabía nada de la lengua gala, pero cuando se está en inmersión total uno aprende porque aprende. O bueno, yo adquirí con bastante velocidad (mes y medio) las habilidades de entender y hablar, pero mi ortografía siempre hizo enrojecer a los maestros que me hacían los dictados. Recuerdo uno de los primeros dictados en el cual tras cada palabra el maestro repetía virgule, y después de unas cuantas veces intenté decirle que esa palabra ya la había dicho como en siete ocasiones. Por supuesto yo la había escrito todas las veces que él la había pronunciado, y por supuesto tuve más faltas que el máximo de 20 permitidas, posiblemente, si el maestro hubiera hecho la cuenta total, en lugar de cero me hubiera puesto una calificación de -15 o menor.

Para cuando regresé a México, y tras cursos casi diarios de regularización en ortografía y gramática francesas, me encontré con el español. Nunca tan complicado como la lengua de Robespierre, que tiene acentos agudo, grave y circunflejo, además de combinaciones de letras que resultan en sonidos nada evidentes, pero con una regla de acentuación que seguramente habían explicado en los grados que no cursé por mi ausencia del país, y que yo desconocía, y que de todos modos nadie usaba. Así que de manera cínica cuando escribía lo hacía sin acentos, y me justificaba con toda clase de racionalizaciones y excusas. Había que tomar ejemplo del inglés, solía decir (sin hablarlo todavía) que en un alto grado de civilización y modernidad habían dejado de lado esos garabatos anacrónicos. Incluso cuando empecé a trabajar en AeroMéxico, ya con 20 años cumplidos, seguía escribiendo sin acentos. Pero como teníamos que redactar cartas a los pasajeros usaba el corrector ortográfico automático de Word para más o menos tapar mi ignorancia.

Supongo que éramos muchos los que escribíamos mal, de modo que en una ocasión después de tres años de laborar en esa gran empresa, la gerente contrató a una redactora y correctora de estilo para que nos fuera a dar un curso. Posiblemente la mayor parte de mis compañeros de oficina de ese entonces no lo aprovecharon, pero para mí fue revelador. Las reglas son simples: 1. Las palabras en español tienen una sílaba tónica, que es la que se pronuncia con más fuerza. 2. Las palabras cuya sílaba tónica es la última se llaman agudas, si la sílaba tónica es la penúltima se llaman graves, si es la antepenúltima se llaman esdrújulas, las sobre-esdrújulas la tienen en la cuarta sílaba contando desde la última, etc. 3. Todas las palabras agudas que terminen en "n", "s" o "vocal" llevan tilde o acento sobre la vocal de su sílaba tónica. 4. Todas las palabras graves se acentúan, excepto aquellas que terminan en "n", "s" o "vocal". 5. Todas las esdrújulas y sobre-esdrújulas, se acentúan, siempre y sin excepciones. 6. Los monosílabos no se acentúan, excepto si hay homónimos como "sé", del verbo saber, y "se", del pronombre personal, "se comió todo un aguacate".

Una vez que me dieron el secreto de la acentuación en el español, empecé a aplicarlo y a mejorar mi ortografía. Poco a poco me volví un obseso de la correcta acentuación, y un mamón intolerante para con los ignaros que escribían sin acentos. De hecho hoy en día desdeño a quienes escriben con las nalgas y no ponen acentos ni signos de puntuación. Pero, como no olvido mi época de ignorancia, le doy chance a los textos de quienes sé que tienen menos de 23 años, aquellos que tienen más edad y no saben escribir, son minuciosamente despreciados por mi ego, y tomados con muy poca seriedad.

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