Pero las personas por lo general sólo suelen sentir alguna simpatía hacia los reclamos de derechos naturales por dos razones.
Una de las razones es una analogía forzada entre el software y los objetos materiales. Cuando yo cocino spaguetti, me quejo si otra persona se los come, porque entonces yo no me los puedo comer. Su acción me duele exactamente tanto como lo que le beneficia a él; sólo uno de nosotros puede comer los spaguetti, así que la pregunta es, ¿quién?. La más mínima distinción entre uno de nosotros es suficiente para inclinar la balanza ética. Pero el hecho de que tú ejecutes o modifiques un programa que yo escribí te afecta a ti directamente y a mí indirectamente. Si le das una copia a tu amigo te afecta a ti y a tu amigo mucho más de lo que me afecta a mí. Yo no debería tener el poder de decirte que no hagas esas cosas. Nadie debería.
La segunda razón es que a las personas se les ha dicho que los derechos naturales de los autores son una tradición aceptada e incontestable de nuestra sociedad. Desde un punto de vista histórico sucede justamente lo contrario. La idea de los derechos naturales de los autores fue propuesta y decididamente rechazada cuando se concibió la Constitución de los EE.UU. Ésa es la razón por la que la Constitución sólo permite un sistema de derechos de autor y no exige uno; por esa misma razón dice que los derechos de autor deben ser temporales. Establece asimismo que el propósito de los derechos de autor es promocionar el progreso, no recompensar a los autores. Los derechos de autor recompensan a los autores en cierta medida, y a los editores más, pero es algo concebido como un medio para modificar su comportamiento.
La tradición realmente establecida de nuestra sociedad es que los derechos de autor vulneran los derechos naturales del público, y que esto sólo se puede justificar por el bien del público.
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