22 de febrero de 2010

Parecon - Parte 1 (37 de 48)

Pero en lugar de seguir adelante con nuestro rechazo a los mercados con base en sus implicaciones para con las relaciones humanas, podría ser más convincente escuchar al economista Sam Bowles, un defensor de izquierdas de la distribución con el mercado, quien explica elocuentemente este fracaso de los mercados:

Los mercados no sólo asignan los recursos y distribuyen los ingresos; también dan forma a nuestra cultura, impulsan o atrofian modos deseables de desarrollo humano, y sustentan una estructura de poder bien definida. Los mercados son tanto instituciones políticas y culturales como lo son económicas. Por esta razón, el análisis de eficiencia estándar es insuficiente para decirnos cuando y donde son los mercados los que deberían llevar bienes y servicios y donde se deberían usar otras insttuciones. Incluso si las distribuciones en el mercado nos dieran resultados [económicamente eficientes], e incluso si se creyera que la distribución de ingresos resultante fuera justa (dos condicionantes muy grandes), el mercado aún fracasaría si sostuviera una estructura de poder no democrática o si recompensara la avaricia, el oportunismo, la pasividad política, y la indiferencia hacia los demás. La idea central aquí es que nuestra evaluación de los mercados --y con ella el concepto de fracaso del mercado-- debe expandirse para incluir los efectos de los mercados tanto en la estructura del poder como en el proceso de desarrollo humano ....

Como los antropólogos han acentuado por mucho tiempo, el cómo regulemos nuestros intercambios y coordinemos nuestras dispares actividades económicas tiene influencia en qué tipo de personas nos convertimos. Los mercados pueden ser considerados como escenarios que fomentan tipos específicos de desarrollo personal y penalizan otros. La belleza del mercado, algunos dirán, es precisamente esta: funciona bien incluso si las personas son indiferentes entre sí. Y no requiere comunicaciones complejas o siquiera confianza entre sus participantes. Pero ese también es el problema. La economía --sus mercados, lugares de trabajo y otros sitios-- es una escuela gigante. Sus recompensas alientan el desarrollo de habilidades y actitudes específicas mientras que otros potenciales se mantienen inertes o se atrofian. Aprendemos a funcionar en estos ambientes, y al hacerlo nos convertimos en alguien en quien no nos hubieramos convertido en otro escenario. Al economizar en rasgos valiosos --sentimientos de solidaridad con otros, la habilidad para empatizar, la capacidad para la comunicación compleja y la toma colectiva de decisiones, por ejemplo-- los mercados supuestamente afrontan la escases de tales honorables rasgos. Pero a la larga los mercados contribuyen a su erosión e incluso su desaparición. Aquello que parece una terca adaptación a la efermedad de la naturaleza humana podría de hecho ser parte del problema.
En resumen, los mercados enfrentan a compradores y vendedores creando un ambiente que es casi precisamente el opuesto del que cualquier persona razonable asociaría con la solidaridad. En cada transacción mercantil una parte gana más solo si la otra parte gana menos. Aquello que debiera ser el caso --actores económicos compartiendo los beneficios y costos y moviéndose hacia adelante o hacia atrás al unísono con el interés de cada actor impulsando la mejora de otros actores-- es volteado patas arriba, al grado en que los intereses de cada actor se oponen a aquellos de todos los demás. Como explica Bowles, incluso en contra de nuestras mejores cualidades, esto literalmente nos instruye, nos moldea, nos engatuza para volvernos egoístas incompasivos de la peor calidad.

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